Tengo una personalidad particularmente impaciente para las burocracias ("¡No, Eduardo! ¡¿En serio?!", les escucho exclamar sarcásticamente). Lo cual hace que inevitablemente me pregunte con frecuencia por qué existen, y por qué existen las organizaciones, y por qué son como son y no son de otra manera. Porque claro, uno tiene un montón de tiempo para preguntarse cosas cuando está interactuando con las burocracias.
En su libro For Profit: A History of Corporations, William Magnuson reconstruye la historia de la corporación retrocediendo hasta el Imperio Romano (porque yo no soy el único que piensa todos los días en el Imperio Romano) y rastreando su evolución hasta sus formas modernas más complejas, como la corporación trasnacional, los fondos de inversiones, y los conglomerados tecnológicos. Pero quizás la mejor caracterización de la organización moderna sea un artículo de Ronald Coase de 1937, The Nature of the Firm: el argumento de Coase es que las organizaciones son necesarias porque es sumamente difícil coordinar a un grupo humano para cumplir con un objetivo. Mientras más grande es el objetivo, más necesario se vuelve contar con un aparato de coordinación — una burocracia, una jerarquía — que sea capaz de distribuir la información a todas las partes de manera eficiente y efectiva. Desplegar un aparato complejo de coordinación requiere de muchísimos recursos, y por tanto solo inversionistas con mucho capital disponible podían aspirar a lograrlo — personajes como los Médici, los Rockefeller, los Carnegie, los Rothschild, y así sucesivamente.
Sin embargo, mucho tiempo y muchas cosas han pasado desde 1937 y desde que Coase formuló su comprensión original de las organizaciones. Sobre todo, muchas cosas han pasado que han afectado directamente los costos de transacción involucrados en la coordinación de acciones colectivas: en el pasado era algo muy difícil que en el presente se ha vuelto increíblemente sencillo. Hasta demasiado sencillo, si me fijo en la cantidad de grupos de WhatsApp con decenas de personas enviando mensajes con los que ya me es imposible ponerme al día. Lo siento, gente. Es la verdad de la milanesa.
La introducción de la comunicación digital y del Internet modificaron radicalmente el costo de organizarnos, y lo han seguido haciendo por décadas. La aparición de plataformas en la nube, teléfonos móviles, redes de banda ancha, software-as-a-service, plataformas nocode e inteligencia artificial tienen todas un impacto directo en cuán difícil es crear un negocio, o una organización, o cualquier tipo de vehículo para generar un impacto. Y todo esto está teniendo un impacto directo en la forma y naturaleza del emprendimiento: organizaciones mucho más chicas, ligeras, ágiles, que no requieren de burocracias complejas para poder cumplir con grandes ambiciones — y que a su vez bien podrían ser toda una nueva categoría para la economía del futuro.
Por eso hoy quiero tomarme el tiempo para desempacar cómo es que se ha dado esta evolución del emprendimiento en el último medio siglo: cómo la aparición del Internet hizo posible todo un nuevo modo de producción, que a su vez hizo posibles nuevos modelos de negocio sostenidos por economías muy diferentes a las de las grandes corporaciones. Una nueva economía creativa, cuyas organizaciones se ven y se comportan diferente a lo que estamos acostumbrados.
En otras palabras: cómo el emprendimiento del futuro está empezando a verse muy diferente al emprendimiento del pasado.
Otros mundos son posibles
La aparición del Internet hizo radicalmente más sencillo que las personas coordinaran cualquier tipo de acción colectiva, al punto que muchos esfuerzos netamente creativos de pronto se volvieron viables. Antes del Internet, la idea de que existieran comunidades gigantescas de personas compartiendo fan fiction de Harry Potter o Star Wars, o grupos de personas organizadas libremente para desarrollar un sistema operativo gratuito, habrían sido ideas inimaginables porque habrían sido demasiado costosas. Pero Internet cambió eso: en 1997, el desarrollador de software libre Eric Raymond lo denominó la diferencia entre la catedral y el bazar. Las catedrales, como las organizaciones tradicionales, son el resultado de grandes esfuerzos con recursos enormes, con una cuidadosa planificación centralizada para cumplir con una visión compartida. Los bazares, como las nuevas comunidades creativas que él veía apareciendo en el mundo del software libre, carecían de cualquier tipo de planificación centralizada y aún así un orden parecía emerger del caos, y no solamente lograban formarse proyectos de desarrollo de software colaborativo, sino que los resultados eran de muy buena calidad (incluso en algunos casos mejores que los resultados que producían las catedrales).
Yochai Benkler, profesor de la escuela de Derecho de la universidad de Yale, construyó en el 2002 sobre los mismos principios en un paper que tituló cachosamente Coase’s Penguin, or Linux and the Theory of the Firm — que se convertiría luego en la base de su libro The Wealth of Networks en el 2006. Benkler argumentaba que la web era una respuesta directa al concepto de organización de Ronald Coase: al reducir tan drásticamente los costos de transacción, nuevas formas de organización y modos de producción de pronto se volvían viables, y una nueva economía tenía el potencial de formarse. Dentro de la definición de Coase, que exista un proyecto global como Linux habría sido imposible de explicar. Por lo tanto, su existencia, además de éxito, hacían necesario que pensáramos distinto sobre qué función cumplen las organizaciones en una economía digital.
(Dicho sea de paso: hace muchos años le presté a alguien mi copia de The Wealth of Networks y no recuerdo a quién. Si estás leyendo esto, es momento de que la devuelvas.)
Raymond y Benkler tenían razón — en parte. Pero fueron incapaces de anticipar las múltiples formas de hipercapitalismo que aparecerían como consecuencia de una digitalización mucho más acelerada de lo que habían imaginado. De pronto, con la aparición del iPhone en el 2007, y luego con el App Store de Apple, quién ejercía control sobre el software que utilizamos pasó a un segundo plano. Con la explosión en las redes sociales desde la aparición de Facebook, el contenido y la data se volvieron mucho más importantes que las aplicaciones. Sí, nuevas formas de producción se volvieron posibles, pero no fueron exactamente como las formas comunitarias y colaborativas que se habían imaginado. En cambio, empezaron a verse más como la adquisición de Instagram por Facebook en el 2012 por $1,000 millones: con un equipo de apenas 13 personas, Instagram había logrado construir una plataforma social completamente nueva con la capacidad de poner en riesgo el imperio que Facebook ya había consolidado. Gracias a todo lo que facilitaba la infraestructura en la nube, los teléfonos inteligentes y la distribución digital, Instagram había sido capaz de construir un vehículo explosivo de creación de valor — con apenas 13 personas en su equipo.
Incluso desde entonces, los costos para crear nuevos proyectos o emprendimientos han seguido desplomándose. Sahil Lavingia, el fundador de la plataforma para creadores Gumroad escribió un celebrado artículo sobre cómo estaba construyendo una organización “sin reuniones, sin fechas de entrega, sin empleados a tiempo completo” — personalmente, una de mis mayores inspiraciones al momento de pensar en cómo construir organizaciones. En su libro The Minimalist Entrepreneur, Lavingia habla sobre cómo ve el emprendimiento como algo que empieza en el corazón de una comunidad, y no al revés: no se trata de construir un producto o servicio que articule una comunidad, sino de entender tan de cerca las necesidades y preferencias de una comunidad que construir un producto o servicio se vuelve evidente — en su caso, posicionándose como uno de los principales referentes al centro de la nueva economía de creadores.
El patrón consistentemente es el mismo: es posible emprender un nuevo proyecto, crear algo nuevo, con muchos menos recursos — incluso creando todo un aparato creativo siendo solamente una persona. Justin Welsh ha creado todo un sistema operativo y colecciones de recursos alrededor de la idea de “solopreneurship”, o emprendimiento solitario. Autores como Paul Jarvis han documentado su propia experiencia creando “compañías de uno”. Con equipos cada vez más chicos y redes cada vez más distribuidas, soportadas por plataformas digitales e inteligencia artificial, se ha vuelto perfectamente viable hacer lo que antes requería de burocracias enormes y múltiples capas de coordinación.
La arquitectura de la economía creativa
En el año 2008, el periodista tecnológico Kevin Kelly escribió un ensayo titulado “1000 fans verdaderos”, y sin saberlo sentó los fundamentos para una nueva economía creativa. El punto de Kelly era sumamente simple: para construir un negocio en la era del Internet, uno solo tenía que esforzarse por conseguir una audiencia 1000 fans verdaderos — personas que estuvieran tan interesadas y tan comprometidas con tu mensaje, tu producto, o tu servicio, que cada uno pueda representar $100 en utilidades en un año. “Eso es suficiente para ganarse la vida para la mayoría de personas”, escribió entonces.
Kelly es parte de una cierta generación que presenció en primera persona el surgimiento de la Internet como fenómeno cultural, y que documentó aspectos importantes de ese proceso para la famosa revista Wired — donde también colaboró de cerca con unos de sus editores, Chris Anderson, quien apenas unos años antes había publicado otro ensayo que se volvió muy famoso titulado “la larga cola”, donde argumentaba que la web era tan vasta que había suficiente lugar para que cualquier nicho imaginable pudiera convertirse en una industria sostenible. Allí donde habíamos estado acostumbrados a pensar solo en los grandes hits, ahora podíamos perfectamente pensar en cómo la larga cola del principio de Pareto — el modelo estadístico según el cual 20% de las actividades generan el 80% de los resultados, y vice versa — podía convertirse en una nueva economía sumamente prometedora para miles de personas.
Esta es la arquitectura de la economía creativa, o la economía de los creadores: dado que la web es esencialmente infinita, en la medida en que uno pueda construir una audiencia suficientemente comprometida en la larga cola que pueda sumar 1000 fans verdaderos redituando $100 al año, uno puede construir un negocio sostenible. En el 2008 esto era en el mejor de los casos un concepto — pero era por entonces que YouTube empezaba a crecer como plataforma y los blogs y redes sociales estaban en su apogeo, y el modelo tradicional de la industria de medios y entretenimiento se estaba viendo transformado. Pero no era ni remotamente la economía creativa que conocemos hoy día, con plataformas masivas como Twitch o TikTok e infraestructura como Shopify, Substack, o Gumroad para facilitar la conexión de los creadores con sus audiencias.
La economía de los creadores está compuesta por redes interminables de canales de YouTube, perfiles en Instagram y TikTok, newsletters en Substack, podcasts (y podcasts y podcasts), streamers en OnlyFans y en Twitch, y una multiplicidad de otras plataformas que permiten a las personas construir y conectar con una audiencia a la que luego aprenden a venderle productos y servicios. Y me rehúso a llamarla una economía de influencers, porque eso es apenas un tajada de una economía mucho más grande: los influencers construyen audiencias enormes que luego monetizan a través de alianzas promocionales con marcas, pero son solo unos pocos los que consiguen movilizar suficiente tráfico para conseguirlo. Son el equilibrio de Paretto y lo economía de los hits de siempre, pero a una escala más chica.
La economía de los creadores es más amplia y diversa — aún cuando sigue siendo el caso que es un número reducido el que termina generando los resultados más desproporcionados. Pero la larga cola sigue siendo viable, y sigue siendo un espacio generativo en el cual muchas personas — especialmente jóvenes — están instalándose para construir nuevos emprendimientos.
No todas las organizaciones existen con el mismo fin
No creo que sea coincidencia que formas diferentes de entender el emprendimiento emerjan al mismo tiempo que estamos experimentando un desencantamiento cultural con los unicornios, y que empezamos a tener preocupaciones sobre la sostenibilidad de economías que pretenden crecer infinitamente. Hemos visto cómo las nuevas promesas del mundo de la tecnología han terminado convirtiéndose en vehículos para la explotación de la privacidad y el deterioro de nuestra salud mental, o cómo han terminado desvaneciéndose en el viento luego de quemar cantidades incontables de capital de riesgo. Y es razonable que nos preguntemos si otros caminos no son posibles — si el camino de la corporación y la burocracia tienen que ser caminos inevitables para la creación de valor en el mundo.
En los últimos años se ha vuelto más popular explorar modelos alternativos al de los unicornios — como las zebras como empresas enfocadas en su propósito, o los camellos como organizaciones que priorizan la resiliencia. Y hemos visto también la frustración de generaciones más jóvenes frente a la cultura tradicional de las organizaciones — en la forma de fenómenos como el quiet quitting, o los bare-minimum Mondays, o el Great Resignation, como manifestaciones de un reclamo por un equilibrio más razonable y saludable entre la vida personal y la vida profesional. TikTok está lleno de videos comparando las diferentes actitudes de boomers, generación X, millennials, y generación Z frente a diferentes aspectos de la cultura laboral, que casi siempre terminan poniendo el énfasis en que la gen Z ya no tiene paciencia para muchas de las cosas que los millennials terminamos aceptando a regañadientes.
Coase habló de la necesidad de que surjan grandes organizaciones capaces de realizar objetivos ambiciosos; Benkler y Raymond observaron la posibilidad de que objetivos igualmente ambiciosos podían ser alcanzados por comunidades creativas organizadas de manera emergente. En figuras como la del solopreneurship o la del emprendedor minimalista vemos una nueva configuración: organizaciones más chicas, con vínculos más locales a las comunidades de las que han surgido, que consiguen alcanzar un punto de sostenibilidad y crecimiento saludable sin requerir de capital ni crecimiento infinito, ni de burocracias complejas para administrar su producción.
Es un gran momento para hacer cosas locas
Termino de escribir este artículo minutos después de que cerramos nuestra clase maestra sobre ChatGPT y automatización de tareas, y me doy cuenta de que a pesar de todas las referencias, buena parte de esta historia está escrita en primera persona: Mutaciones es uno de esos emprendimientos que existen dentro de la nueva economía creativa, que están buscando construir y conectar con una audiencia para entender muy de cerca sus necesidades, y que se está apalancando sobre plataformas digitales e inteligencia artificial para poder ser mucho más eficiente y mantener una escala razonable. Si no fuera por herramientas como Ghost, Stripe, ChatGPT, MidJourney, Zapier, Notion, Airtable, entre otras, no podríamos procesar toda la información y producir todo el contenido que generamos. Si no fuera por redes como TikTok, Instagram, o LinkedIn, nos sería mucho más difícil comunicar nuestro mensaje al mundo. Nunca hemos tenido que preocuparnos por levantar un servidor, por el espacio de almacenamiento, o por el ancho de banda: construimos sobre plataformas que abstraen ese problema y nos permiten enfocarnos en otros (y créanme que no son pocos) que están más directamente relacionados con el modelo que queremos construir.
Si este tema me fascina es porque lo estoy viviendo todos los días, y cada día descubro una u otra herramienta que nos permite hacer algo nuevo sin obligarnos a crecer como operación. Podemos continuamente hacer mucho más con mucho menos — y aunque estamos bastante lejos de ser cualquier tipo de caso emblemático, sí pienso que alguna versión de este viaje es como debería verse el emprendimiento. Conozco aún demasiadas nuevas iniciativas que a pesar de su novedad y su innovación, terminan replicando los mismos patrones e ineficiencias de las organizaciones tradicionales — que incluso terminan reproduciendo los mismo diseño organizacionales que existían hace un siglo. Estamos poco acostumbrados a invertir tiempo y recursos en mejorar continuamente cómo trabajamos porque estamos completamente enfocados en qué producimos. Pero para cualquier organización que esté recién empezando su camino, ese cómo tiene el potencial de convertirse en un elemento diferencial, en una ventaja competitiva que marque la diferencia entre la sostenibilidad y la extinción.
Para cualquier organización o iniciativa nueva, si no estás activamente experimentando con nuevas plataformas y con inteligencia artificial — cualquier que sea tu rubro — debo decir humildemente que you’re doing it wrong. Porque estás desperdiciando una oportunidad gigantesca de amplificar tu impacto de manera exponencial. Eric Ries, en su metodología de Lean Start-Up, definía a un startup no como un vehículo de ejecución o de implementación, sino cómo un vehículo de aprendizaje: una carrera contra el tiempo para encontrar un modelo que resuelva un problema para un segmento de usuarios y al mismo tiempo pueda escalar de manera sostenible. Las startups son vehículos de experimentación, de probar muchísimas cosas nuevas hasta encontrar la fórmula correcta que llevar a escala. No son pequeñas corporaciones, burocracias en entrenamiento haciendo todo lo mismo pero con menos plata.
Me he tomado la libertad de nerdear bastante en este artículo porque la historia de las organizaciones me fascina. Porque cuando empiezas a desempacarla es cuando te das cuenta que muchísimas cosas que asumimos que son como son y siempre han sido así y no podrían ser de otra manera, en realidad son consecuencias de limitaciones tecnológicas o supuestos culturales o alguna otra variable externa en algún momento en el tiempo, que terminó convirtiéndose en una ortodoxia cuyo origen hoy nadie recuerda. Pero resulta que las organizaciones han mutado muchísimo en el tiempo, y los emprendimientos han sido siempre vehículos para introducir nuevos modelos de organización tanto como nuevos modelos de negocio. Y teniendo tantas nuevas oportunidades para jugar con nuevas herramientas y tecnologías — ¿por qué no lo haríamos?
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